La escritura es un acto solitario, se escribe desde la oquedad del ánimo. Nos llega desde alguna parte de la atención descuidada un sonido, una relación aparentemente sutil entre dos objetos, el destello insoportable de una visión. Nunca sabremos, propiamente, de dónde viene ese impulso que nos hace volver los ojos sobre la caligrafía nerviosa o firme que revela un misterio de nuestra personalidad. Según los propósitos de esa escritura que ejercitamos, puede, incluso, ser el acto más profundamente personal e íntimo. En ocasiones conocemos la primera palabra de nuestro texto, pero muchas veces no sabemos cuál será la última. Escribir es un acto tan privado que nos causa cierto rubor comunicarlo y mostrar lo que nos duele.
Se deshabita el escrito que no alcanza el lugar en la palabra y el lugar de su sonido más transparente. Se deshabita el que escribe y no logra reposo para su silencio, para su trazo antiguo y nuevo. Se deshabita la escritura que no guarda esa magia inicial de la palabra que despierta al amanecer con la sabia heredada de la eternidad.
Al escribir, apreciamos cómo el dolor se mete en los huesos, se hunde, precipita lo real, lo hace lejano, llevándolo a otro espacio, quizás más reducido, limitado, hueco. El que escribe siempre buscó, en su mundo, ese lugar para decir la batalla ante los hombres, la guerra toda, la tormenta y la derrota que desdibujan el papel que le imponía la intemperie. El que escribe nos lleva por el abisal camino de ese silencio aterrador, por el borde de un horizonte que propende hacia lo oscuro, hacia la noche desolada de la palabra que dicta y enciende lo más trastocado y doloroso de las horas últimas.

Somos muchos los que vagamos por el borde del papel queriendo decir su mundo raído, como lo son estos de acá, por la locura, la soledad, la dura indolencia de los otros, la omisión, el desvelo, la nostalgia, la triste condición de desvalidos ante un mundo que se presenta con un orden, con una lista de quehaceres, con una norma, con unos límites, con unas bondades que aíslan a los ausentes. Entonces el escribir se vuelve la única casa: una donde se da paso a paso cada palabra para conquistar el verdadero abandono.
Nada queda, pero el que escribe se esmera en dejar siempre algo: un rastro, una señal, una pequeña luz en el horizonte para otros, así sea confusa, lejana, decadente. Deja un iluminado camino en lo oscuro para los demás, para la palabra que viene detrás, arrastrada por los años, por el dolor, por la soledad, por el sonido puro de la escritura, para esa palabra despojada, herida, arrastrada por el lodo incierto de la gloria. El que escribe ha caminado a ciegas por estas calles sabiendo que su ciudad lo lleva al olvido, a la falsa aceptación, a la herida de su nacimiento. Acallado no sabe sino huir. Nada lleva, pero todo viene consigo. Su talega está colmada, su palabra profunda hace que todo lo demás pase al lento desprecio de los otros: su mayor recompensa es que ningún extraño pueda ver lo que él al atravesar el río antiguo, desolado, profundo de cada día en la intemperie, posible solo para vagar inconfundible en la tormenta.
El que escribe es un certero impulso de dolor que lo deja fuera, lo lleva a la resequedad, al abandono, o lo hace caminar por las calles perdidas de la memoria pidiendo palabras como limosna, pidiendo recuerdos como viejos abalorios para cruzar el río final de los años. Deambula por esa afrenta cotidiana y el camino pedregoso de cada dolor ahí lo hace desprenderse con furia ante el papel: quizás su único lugar de esplendor oculto, su único rincón para el secreto, para el gozo deslumbrante de la nada, para el sacrificio de la derrota que significa decir el verbo, decirse la afanosa queja, el grito íntimo del extravío.
Soy un cedro ardiendo
en oleajes de humareda.
Tengo en mis manos tres crías
abrazadas al vientre de su madre,
porque la ternura no arde en el tiempo.
Soy soledad,
frente a un bosque de ceniza.
Y, ante mí,
la mortalidad de un hogar,
un siniestro desbordado como río,
mis ancestros en tempestad.
Yo no sé de políticas
ni de Estado.
Yo no sé de capital,
ni de egos.
Solo sé del viento,
y de la ausencia.