Cabe plantearse la pregunta de cuáles son los medios, los procedimientos de que el poder se sirve para la consecución de su objetivo, de imponerse a los demás, de someter las energías de los demás hombres. Dentro del contexto que es en el que ahora nos estamos moviendo, cabría responder que, con respecto al político en cuanto al político puro, de todos los medios, de todos los procedimientos.  «Caminar por la vida con principios viene a ser algo así como meterse por un estrecho atajo del bosque con una larga vara entre los dientes.» Esta falta de principios no es, pues, más que la consecuencia de la voluntad de imponerse, de conseguir o de conservar el poder. El lema del hombre político puro podría verse en los versos que pronuncia un personaje de las Fenicias, de Eurípides: «Si hay que quebrantar la Ley para imponerse, es honroso y es bello quebrantar la Ley».

Claro es que no siempre los políticos actúan conforme a este lema, porque afortunadamente no existen los hombres puramente políticos. Pero si la pasión de mandar hace estragos, «devasta en general los corazones de los mortales —conforme a la vigorosa expresión de San Agustín—, puede, calcularse los estragos que hará en aquellos hombres en que esta pasión aparece como la dominante, como la característica que los define y los clasifica como políticos. No es necesario esforzarse demasiado en una descripción sociológica de la práctica política para convencerse de las alarmantes proporciones en que se aparta de las prescripciones de la moral. Basta advertir la seriedad con que se discute la interrelación entre la legalidad, la política y la ética, destacando cómo la pasión por el poder puede llevar a la transgresión de normas y cuestionando la posibilidad de una política moralmente íntegra. Se enfatiza la importancia de la justicia y el comportamiento ético como fundamentos esenciales para la convivencia social y la necesidad de que cada persona actúe con responsabilidad y respeto para reducir la dependencia excesiva en las normas.

Vivimos rodeados de normas, seguramente necesarias para fijar un marco de convivencia y de respeto, de líneas que no sobrepasar, para que la libertad de unos no perjudique a los demás. Muchas de esas normas serían suprimibles si los seres humanos viviéramos y conviviéramos de acuerdo con los principios básicos de la responsabilidad, el respeto y la consideración al prójimo, pero a estas alturas está claro que no es así. Por lo tanto, al parecer necesitamos normas de todo tipo que regulen toda nuestra vida en común.

Y ahora más, en que se ha instalado en la sociedad la sensación de que «ser libre» significa «hacer lo que me da la gana» o «lo que me conviene», sin tener en cuenta otras consideraciones. Los listillos, los aprovechados, los de la desfachatez, nos están atrofiando el cerebro y el alma.

Somos seres extraños. Tenemos normas que nos prohíben hacer cosas que nos perjudican o que perjudican al prójimo. Y muchas veces para evitar comportamientos perturbadores, exigimos más normas en lugar de exigir -y ofrecer- más educación. Pensamos que porque hay una norma que regula esto o aquello ya estamos a salvo, aunque esa norma luego no se cumpla.

Vivimos sobre un deseo de falsa seguridad, necesitamos un placebo y cuando lo tenemos, nos despreocupamos de si funciona realmente o no.

Y nosotros, claro, también debemos dar ejemplo, porque no es suficiente con exigirles comportamientos éticos a los demás.

Si esos principios guiaran nuestro día a día, realmente necesitaríamos pocas leyes. Hagamos realidad nosotros mismos la justicia, sin esperar a que los tribunales la encuentren por casualidad en su camino hacia la aplicación de la ley.

Y por eso es también tan importante que busquemos entre nosotros a los humanistas, que no son necesariamente quienes leen a los clásicos, sino las personas que defienden y mantienen actitudes éticas, responsables, igualitarias, respetuosas, sinceras, humildes, solidarias… personas que defienden esos valores no en los discursos sino en su día a día, que educan a sus hijos en ellos y que antes de faltar a esa ética que impregna sus vidas, palabras y decisiones, se perjudicarían a sí mismos.

Seguro que todos conocemos a alguien así. No depende ni del nivel de estudios, ni del nivel económico, ni de dónde ha nacido, ni de cuál es su cultura o su trabajo… porque es algo que se lleva dentro y brilla y se extiende hacia fuera. Como todo lo realmente importante.

Esas personas son el ejemplo a seguir, y su forma de estar en el mundo es lo que debemos exigir a quien nos gobierna, a quien interpreta nuestras leyes, a quien las hace. Y si no son capaces de hacerlo, debemos arrojarles lejos de toda influencia, porque su ejemplo es nocivo para todos.

La justicia, como el comportamiento ético, es uno de nuestros superpoderes. No lo deleguemos ni dimitamos de ejercerlo.

Que ya sabíamos de la legalidad de las cosas no admite discusión, la inquisición española fue legal desde su creación en 1478 hasta su abolición en 1834, por lo tanto, esta diatriba jurídica como eximente de lo que no se quiere manifestar porque retrata a cada uno en esencia no es cabal por irrelevante e innecesaria.

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