Hace ya varios años, justo enfrente del lugar en el que desarrollo mi trabajo asistí perplejo a la transmutación de una cafetería de barrio, donde por cierto se desayunaba muy bien, en una casa de juegos y apuestas. Fue un proceso paulatino, incluso vimos cómo el ambiente cambiaba poco a poco porque las paredes se iban “llenando” de pantallas sin fin y todo ello con una paleta de colores nada plácidas ni tranquilizadoras para disfrutar de un momento de pausa matutina entre café y tostada.

Este recuerdo volvió a tomar cuerpo en mi mente cuando el pasado 19 de agosto, comenzando a enfilar la recta final del verano, Izquierda Unida de El Cuervo publicaba en sus redes sociales que el portavoz de la formación política cuerveña había enviado una carta a la Dirección General de Loterías y Apuestas del Estado “para hacer saber el problema que tenemos en nuestra localidad” en la que “nuestros vecinos y vecinas se enfrentan cada día” careciendo de una administración de loterías. Aunque se revista de oficialidad y gestión estatal, estamos hablando de juegos y apuestas, igual que las que proliferan como hongos en los miles de casas de apuestas que se han ido extendiendo por la geografía andaluza y española en los últimos años. Si en los años 80 y 90 el protagonismo lo tuvieron las drogas que causaron estragos a una juventud que, con ilusión y ansia de libertad, salía del largo sueño de la dictadura, más de 40 años después, las adicciones se han transformado y elevado a su enésima potencia en cuanto al poder de adicción. Bien es cierto que los juegos de azar y las apuestas siempre han estado ahí, como podemos recordar con un ejemplo lejano en el tiempo (años 30 del siglo pasado) como fue el caso Strauss y Perlowits que vino a poner fin al gobierno radical-cedista de la Segunda república en 1935. Dos socios holandeses presentaron una particular ruleta que les permitía vaticinar el número en el que se iba a parar la bola a partir de un cálculo con los números por los que había pasado previamente. Este caso se saldó, junto con el asunto Nombela, con la caída del gobierno de Lerroux, dado que mezclaba apuestas ilegales, beneficios políticos y fraudes en el juego. Dejaría una herencia para el léxico castellano que sería la palabra “estraperlo”, empezándose a usar esta para referirse a chanchullo, intriga o negocio fraudulento. Posteriormente, ya en el contexto de posguerra, el significado de la palabra derivó a lo que comúnmente entendemos hoy por estraperlo, es decir, comercio ilegal de artículos intervenidos por el Estado o sujetos a tasa.

 La ludopatía no deja de ser la heroína del siglo XXI, situándose las casas de apuestas en los barrios más humildes y cerca de centros educativos como un patrón que viene a demostrar los cada vez más sólidos estudios que van apareciendo al respecto. Uno de ellos, el estudio “¿Qué nos jugamos?”, realizado por el Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud, recoge cifras escalofriantes que lejos de ser números son realidades humanas materializadas en las casas donde habitan día a día: un 60% de los encuestados entre 15 y 64 años afirman haberse jugado dinero el último año. El número de locales de apuestas en las inmediaciones de centros educativos y cerca de barrios socioeconómicamente deprimidos no hace más que crecer, y no de manera aritmética sino de forma exponencial. 

El problema aparece en los cada vez más jóvenes “pre-ludópatas” quinceañeros que móvil en mano se jalean tumultuosamente por acertar el número de saques de banda que el Atlético de Madrid realizó en la primera parte frente al Getafe, todo ello pensando que el éxito se perpetuará y el dinero fácil será su compañero de viaje por un largo periodo de tiempo en sus iniciadas e inocentes vidas. La vanguardia que siempre representó la izquierda en la política no va por el camino de agarrar la bandera de la reapertura de administraciones de loterías ni casas de apuestas ni locales de dinero fácil, la vanguardia se sitúa en colocar la cultura como la única salvaguarda de la clase trabajadora, sí, clase trabajadora, cuídense de creer lo que nunca fueron, ahí radica el engaño de esta nuestra sociedad: pensar que somos una clase en mitad de los pobres y los ricos, aunque ese medio sea tan difuso que nunca nos demos cuenta que la distancia con los de abajo es mucho más reducida que la inmensidad que se perpetua y no deja de crecer que nos separa de los que desde arriba reparten apuestas y loterías para que sigamos aferrados cual “sueño americano” que algún día nos dejará entrar por la puerta pequeña en el lugar reservado a los aristócratas del dinero. Nos han enseñado, al más puro estilo “American way of life”, que tenemos toda la vida para esperar que nuestro devenir cambie a golpe de suerte, aunque en este camino se nos pase la vida entera esperando algo que nunca llegará. Nos convertimos en buscadores de oro, sin compañeros de viaje ante el ansia de atesorar sin límites y sin ética.

El camino de la izquierda lo marcó curiosamente el movimiento obrero desde el siglo XIX. Es verdaderamente revelador conocer el lugar que ocupaban los juegos de azar y, sobre todo, las apuestas en el ideario anarquista, socialista y obrero, por extensión. Basta con acercarse a cualquier ateneo popular, centro obrero o casa del pueblo y leer sus estatutos y el programa diario de actividades que desarrollaban. Su objetivo estaba claramente orientación hacia la formación de la clase trabajadora, su desvinculación de un mundo en el que tenía asignado un lugar claramente marcado por la explotación laboral y una vida precaria e indigente lejos de un mínimo estado de bienestar. Se trataba de centros de difusión cultural y formación militante, con una búsqueda incesante de una nueva sociabilidad en la que la educación, en su sentido más amplio, desempeñara un papel central. Como se puede ver en la obra de Juan Díaz del Moral, Historia de las agitaciones campesinas andaluzas, el credo libertario que buscaba reformar profundamente las costumbres de la clase trabajadora, hacía especialmente hincapié en la abstención del alcohol, del tabaco y de los juegos de azar. Una verdadera tragedia que en nuestros días estos elementos constituyan la triada de la desgracia de miles de hogares de familias trabajadores en toda la geografía ibérica. No es azar, es una estrategia de poder. No es casualidad, es causalidad interesada política y económicamente. No es “castigo divino”, es la historia de una trilogía adictiva usada con fines sociales y claramente políticos.

El juego y las apuestas tienen un importante componente tóxico, prometen felicidad plena y rápida, aunque destruyan tu proyecto de vida desde el interior, sobre todo en jóvenes que piensan que hasta el robo justifica el poder apostar una vez más. Es cada vez más necesario fortalecer la conciencia social de la clase trabajadora, aunar esfuerzos y terminar con la lacra que supone la ludopatía y las consecuencias sociales y psicológicas que genera (robos, familias desestructuradas, etc.). Basta preguntar a cualquier sociólogo, psicólogo o personal sanitario para poner rostro a miles de historias familiares que van incrementando con su “mala suerte” y ruina el lucro de un negocio que medra en las ilusiones de las clases trabajadoras.

La izquierda vanguardista tiene que hacer pedagogía y no ser condescendiente con peticiones que, vengan de donde vengan, no tienen otro futuro que el aumento de la desigualdad y el empeoramiento de los trabajadores: el juego y las apuestas nunca fueron una salida. En la voluntad de escuchar radica una de las principales virtudes de un dirigente político, pero más aun, en la capacidad de reconducir las aspiraciones populares equivocadas aparece la figura del líder. Las necesidades reales son tan profundas y evidentes que cuesta un enorme esfuerzo ponerla ante los ojos de los afectados y, aún más, hacerles abrazar esa causa como su principal bandera y reivindicación social y política. Sin sanidad y educación públicas, sin bienestar social, sin un trabajo digno, sin unas condiciones de vida dignas para todos/as no tiene sentido reivindicar juegos y apuestas para los trabajadores/as. Hace más de 150 años ya lo tenían claro, no perdamos el sendero.

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